La dieta alcalina es una propuesta ya centenaria de la medicina nutricional que aborda situaciones dietéticas específicas, quedando descatalogada de las llamadas dietas para perder peso y en consecuencia no indicada para la finalidad de adelgazar, dado que el perfil de alimentos no se selecciona por su bajo contenido calórico. En esencia funciona bajo los principios de regulación y desoxidación, sustanciándose en la consecución de un pH no inferior a 7,4 que permita no movilizar reservas de calcio y magnesio para mantener el equilibrio electrolítico. Contribuye a mejorar los sistemas osteomuscular y cardiovascular, mantener niveles óptimos de calcemia, evitar inflamaciones y prevenir migrañas y artritis. Paralelamente, reduce el colesterol diversificándolo en progesterona o testosterona, y se revela como un pilar en el tratamiento de procesos degenerativos como esclerosis múltiple y fibromialgia, garantizando beneficios para quienes padecen de síndromes autoinmunes o cáncer. El selecto catálogo de alimentos aptos para esta dieta lo integran brócoli, espinacas, remolacha, ajo, apio, legumbres, frutos secos, dátiles, tofu, frutas y hortalizas en general, bulbos y tubérculos, leche y queso de soja y de cabra, aceite de oliva y de canola. Como contrapartida, quedan excluidos pan blanco e integral y cualquier variedad de cereal. En síntesis, una propuesta de consumo de tan solo un 20% de alimentos ácidos como carnes, quesos, alcohol o azúcar, que evidentemente exige adaptaciones en casos de enfermedad celiaca e intolerancia a la fructosa. Este método debe seguirse bajo supervisión médica al no estar exento de inconvenientes, pues parece clara su contraindicación en casos de insuficiencia renal o cardiaca y de enfermedades cuyo tratamiento incida en los niveles de potasio. La erradicación de determinados alimentos no viene avalada por la doctrina científica, y un significado número de frutas y verduras, pan o pescado quedan apartados, alimentos todos ellos saludables y muy arraigados.